Cínifes ...por Iscariote
>> sábado, 14 de noviembre de 2009
Este es un cuento dedicado a todos los salames que dicen que ya no le doy pelota al blog...
Cínifes
Se encuentra abandonado a sus pensamientos, yaciendo en la apacible soledad de la habitación que fue escenario de innumerables e hipnóticos eventos como éste. La ponzoñosa gamuza de la noche acaricia sus ojos, pero se cree invulnerable a la tentación de dejarse llevar por los jugosos placeres de la inconsciencia, y de esas voces que le susurran frivolidades directamente a las neuronas.
Se mantiene allí, pero el lento desplazamiento que sufre su alma hacia los estados más abisales de la realidad, lo llenan de sopor. Se aflojan los miembros, y esa sensación en el cuello que es imperceptible debido a la alerta de la vigilia, ahora se desmorona con estrepitoso silencio, como los sordos escombros de una edificación que pasará a ser ruinas, provocándole el indiferenciable estadio posterior a la vigilia, pero previo a los sueños.
Es en ese momento cuando un familiar sonido irrumpe en la fosa nocturna. Un zumbido que fluctúa entre las proximidades de los oídos izquierdo y derecho, alternativamente, yendo y viniendo.
No hay duda, son sus leales compañeros tropicales, esos soldadescos parásitos, que como de costumbre se presentan para alimentarse de su sangre.
Los cínifes marcan suave y sutilmente su presencia, sin molestar y dilatando el momento de caer en picada para clavar sus probóscides en la inmaculada piel de la víctima. Contrariamente a lo habitual, que se caracteriza por ser una molestia que in crescendo va tornándose en una insoportable situación que hace perder el sueño, hoy la estadía de los alados se estabiliza durante un largo rato en algo que podría llamarse una mera compañía.
Lo inédito de las condiciones arrebata de las garras de Morfeo a su consciencia, la cual termina por involucrarse en ésta, que se será una singular danza entre su mente y el enigma de la venida de los diminutos seres. Se incrementa la atención y la curiosidad por el sospechoso actuar de los cénzalos, que se prolonga ya bastante.
Esta visita no es como las demás, se torna ligeramente distinta y va paulatinamente generando cavilaciones que terminan en la más oscura incertidumbre. ¿Qué les pasa? ¿Qué significará este comportamiento?
Se acentúa el tono grave y lúgubre de sus divagues. ¿Buscarán algo? ¿Por qué no se saciarán todavía con el gratuito alimento?
Su percepción parece distorsionarse en direcciones nunca antes experimentadas.
Los que ahora son los únicos huéspedes de su interés y sus cálculos ya no sólo vuelan o succionan, sino que parecen estar atentos y escuchar. ¿Pero qué? No hay nada, sólo sus pensamientos, y parecería que tuvieran intenciones de sorberlos en lugar de a su sangre.
Dan una punzante impresión de estar acechando con sorna. Y a pesar de que sabe que no hay forma de darse cuenta de esto con certeza, está cada vez más seguro y por fin concluye:
– Sí, escuchan. – y ahora puede ver que la realidad dibuja un cuadro de desconcierto no poco alarmante.
Es como los jeringazos del hambre, no se puede deducir o calcular que es necesario alimentarse, pero la sensación subyace ahí.
Su razón le dicta a categorizar esto como un sueño, pero lo vívido del escenario lo sumergen en un inconfundible contexto de experiencia real, y se llena de congoja al tener que descartar esta hipótesis.
Ahora, en un ambiguo intento de establecer parámetros lógicos para sus ideas y agudizar sus sentidos para despejar la perspectiva, percibe que detrás de los zumbidos se esconde una segunda fuente sonora. No puede discernir con seguridad y piensa:
– Es un sonido parecido a... – Los resplandores de recuerdos encandilan su mente, y todos sus mecanismos de reconocimiento cerebrales están a toda máquina. Y es ahí cuando se dice:
– ...no puede ser. – y por fin cae en la cuenta de que:
– ¡No sólo escuchan, también ríen!
– Es imposible. – piensa, tratando de reavivar las flamas de la razón y la coherencia.
Pero su convicción de que los dípteros escuchan y se mofan de sus intimidades crece exponencialmente. Atónito ante la infalible validez de estas nuevas evidencias, siente como su corazón se acelera e incluso su sudor se enfría.
Ahora estos cínicos, que habían empezado a gozar con disimulo, ríen con más fuerza y desprecio, y él está seguro que es a consecuencia de sus conclusiones. Es real y está pasando. El miedo, el sentimiento de invasión e inferioridad lo obligan a abrir los ojos grandemente, pero la oscuridad total no le da repuestas alentadoras.
La metástasis de desasosiego continúa, y es severamente alimentada por volúmenes de hilaridad que revolotea y aumenta en decibeles.
Se coloca en posición fetal y los malditos ahora vomitan carcajadas.
Es insostenible, está temblando. Pero su innegable naturaleza animal lo hace incorporarse del pozo séptico espiritual al que fue empujado y el orgullo humano toma las riendas de su voluntad nuevamente:
– Es inverosímil. ¡Estos insectos! Burlándose de mí, de su sustento, de quien los alimenta, de quien sacrifica sólo a los estrictamente necesarios – se dice, y en un fugaz intento de acabar con el circo, trata de no pensar, pero es en vano. Los sarcasmos se vuelven más impertinentes e incisivos.
Piensa huir pero está inmóvil, quiere encender la luz pero el miedo lo hace hesitar. Su confusión es laberíntica y siente los pies atados para encontrar la salida. ¿Cómo pudo llegar la situación a estas instancias?
El control se le empieza a escapar de las manos y la idea de enfrentarse a esta cuadrilla de insolentes lo invade como un caudaloso río de ímpetu, el cual se va desbordando por la perenne precipitación de lluvias de fastidio, hasta que cae vencido.
– ¡Cállense! – la paz con que había comenzado el insomne proceso se ha extinto del todo –¡Imbéciles! ¡Hijos de puta! – las procacidades y el lenguaje escatológico se apoderan de sus civilizadas fauces.
– ¿Creen que no está en mi poder exterminarlos a todos? – y el silencio fue absoluto. Sorprendentemente ya no escucha nada, y a diferencia de esos agónicos cambios entre una situación y otra que hacen discriminar con dificultad que la estadía en las circunstancias anteriores cesó, ahora, la metamorfosis fue súbita. ¿Habrá funcionado?
Todavía con resabios de estupor y con manos temblorosas, se dice a sí mismo que tiene que ver para creerlo y dejar de poner a su cordura en tela de juicio en esta brecha de luz que creaba el bosque de hechos insólitos que acababa de vivir. Enciende la luz, y lo que hacía unos segundos era el circense enfrentamiento entre su salud mental y un enjambre de dudas al respecto, ahora es la paz de una habitación que sólo está habitada por su persona y sólo un par de indefensos mosquitos que aletean en las cercanías de la pared.
Suspira, y hasta puede sentir que el alivio de ver la normalidad le arranca lagrimones de los ojos. Esos mismos ojos que decidirán volver a ponerse bajo el telón de la vacuidad luminosa, en cuanto las lágrimas estén enjugadas y la sensatez de la noche vuelva a darle la seguridad y la garantía de retomar su pacífica actividad.
Haciendo todavía un balance de lo que recién padeció, puede ver que el aparato para quemar pastillas repelentes se encuentra en el piso a sólo unos metros de él, y está seguro de que la pastilla que contiene es nueva. Cruza por su cabeza la idea de ir y enchufarlo, pero ese inexplicable miedo que suele apoderarse de uno en las etapas infantiles, y lo obliga a resguardarse en la imaginaria inmunidad que proporcionan las sábanas, lo detiene.
Concluye que todo fue producto de su imaginación y luego de unos instantes, decide involucrarse en el proceso de intentar darle descanso a sus emociones, y cede. Su mano, ya carente de convulsiones nerviosas, se extiende y presiona el botón que acabará con la tangible evidencia de que nada había pasado.
Es en ese mismo fulgor de oscuridad que aquel pandemonio de frenética conmoción vuelve, pero esta vez lo hace intensificado a proporciones insondables. Los cínifes, ahora no sólo ríen con voluptuosidad y descaro, sino que le vociferan su nombre, y le propinan injurias y obscenidades de todo tipo, al igual que multitudes de chusma de la edad media, insultando y arrojando cosas a un sentenciado a muerte que camina hacia el patíbulo.
Ya esperaba lo peor. Intenta taparse los oídos, pero el infernal escándalo le hace saber que aquello sigue allí. Todo, un desmán. El descontrol reina despóticamente en la habitación que pasó intermitentemente de ser un gradual y creciente desorden, a la serena paz amparada por la luz, y finalmente al caos total.
Se acurruca, grita, se orina, y hasta llama a su madre.
No lo tolera más y pega un salto de la cama. En su delirante huída piensa buscar un arma y volarse la cabeza, bañar la alcoba con combustible y prenderle fuego a todo aquello, y otro tipo de soluciones más o menos radicales que aquellas, pero mientras da las primeras zancadas, tropieza y cae al piso.
Perdiendo todas las esperanzas de salir vivo, sano o cuerdo de aquella situación, busca un rincón, se encoge y termina sentado, cubriéndose las piernas con los brazos.
El escándalo continuaba, y parecía que sus acosadores lo habían seguido hasta el rincón. Ya todo estaba dicho, sólo le quedaba esperar.
En sus últimos instantes de conciencia, puede ver de reojo que el aparato repelente se encuentra al alcance de su mano. Lo alcanza y lo conecta.